lunes

SIGUEN LOS DICHOS Y HECHOS.. 3

El General Melgarevo no estaba solo. Nunca. A su lado tenía asesores que aplaudían sus ocurrencias y ayudantes que se desvivían por llevarlas a cabo.
Uno de ellos, vivísimo, le hizo notar que Orinoyo quedaba lejos de las rutas del turismo y que, por tanto, se necesitaba construir una supercarretera que llevara turistas sin riesgos ni incomodidades. De inmediato salió el decreto de excepción que, declarando de necesidad estratégica la supercarretera, adjudicó algo así como sesenta millones de dólares para construirla en seis meses. La comenzaron de inmediato gracias a unos contratos ventajosísimos que Melgarevo firmó feliz. Vivísimo el asesor.
Uno de sus ministros lo convenció de que todos los abogados eran como él y que ninguna ley carecía de trampas. Así que Melgarevo se animó a pronunciar una de sus más célebres frases: “le meto nomás, y que los abogados arreglen, que para eso han estudiado”.
Nadie notó el discreto sonrojo de Donato García Muñera, su gran compañero y consejero, con la primera parte de la famosa frase, salvo Juan Camión, otro ministro, que moría de celos.
Al margen de esas intimidades, apenas percibidas por los opositores, Melgarevo le metió nomás, sin que sus abogados arreglaran nada, porque ni para eso habían estudiado.
Al General todo eso lo tenía sin cuidado. Cada vez que sus ministros cometían tropelías o eran descubiertos transgrediendo normas y recibían la censura del Congreso, Melgarevo los ratificaba de inmediato con la lógica implacable que lo guiaba: “si la oposición los censura, es que lo están haciendo bien”, dijo. Por supuesto, los ministros se esmeraron cada vez más en hacerlo peor. Algunos ni siquiera en eso tuvieron éxito, pasando desapercibidos hasta que los reemplazaba sin que nadie lo note.
Otro día le dijeron que estaban haciendo seguimiento a un grupo que quería desarrollar una aventura guerrillera. Se emocionó muchísimo hasta que le hicieron notar que no era el Che de vuelta, pues ya estaba muerto y enterrado en millones de camisetas frívolas, sino un boliviano aventurero, despistado y bocón, que andaba comprando armas chutas en el Mercado Mutualista de Santa Cruz.
Melgarevo se rió dos horas con los relatos de sus agentes, porque los nuevos guerrilleros hacían su campamento en hoteles de varias estrellas y se entrenaban en el bowling y las discotecas de Santa Cruz. Hasta que a alguien se le ocurrió decirle: “General, no es para reír, lo van a atentar”. “Atentarme”, dijo el de Orinoyo, y lo hizo. “¿A mí? Imagínense a ver, como pues van a atentarme, será al pueblo que van a atentar… no es a Melgarevo”, y ordenó que los acribillaran antes de que se les ocurriera acribillarlo.
La policía dijo que los muertos murieron en combate, luego de una balacera de media hora. Nadie pudo confirmar la media hora y los testimonios que recogió la prensa desmintieron esa versión. Los diplomáticos de Irlanda, Hungría y Croacia pidieron explicaciones y Melgarevo montó en cólera. “Yo más bien los voy a procesar a esos países –dijo blandiendo el dedo que tanto admiraban sus asesores y consejeros- cómo pues van a defender a terroristas que querían atentarme”.
A los pocos días uno de sus ministros, solemne y serio, mostró la prueba clave de la conspiración: una fotografía en la que varios oligarcas vestidos con uniforme camuflado posaban con sus armas y bajo una bandera del Oriente (Petrolero).
El General Melgarevo tembló, de rabia y miedo, viendo la fotografía. Se acordó de Orinoyo, y lo hizo.
La prueba se desmoronó cuando los fotografiados visitaron los canales de televisión para aclararlo todo. Eran jóvenes que jugaban a las guerritas con armas de plástico que disparaban tinta. La foto la habían obtenido los servicios de inteligencia en el Facebook y hasta entonces no se habían dado cuenta de que los caños de las armas tenían un círculo naranja ni de que los uniformes se compraban en cualquier tiendita.
El país entero se reía de Melgarevo y sus asesores.
Pero el General Melgarevo decidió resolver los problemas de acuerdo a las sugerencias de sus consejeros, vivísimos ellos.
Primero ordenó que se investigara nomás a esos oligarcas que jugaban guerritas. “Cómo pues a esa edad van a estar jugando” dijo uno de los ministros. “Aprender a matar no es un juego” dijo otro. “Les meteremos nomás” dijo Melgarevo, con un entusiasmo que puso celosos a Donato y Juan Camión.
Después, aceptó que se cambiaran los uniformes de todo el ejército. Vivísimo el ministro, dijo que no podía ser que la gente jugara con esos uniformes, que además eran iguales a los del Imperio. Y ya que el país estaba cambiando, había que cambiar también los uniformes, para que sean pluriculturales y multilingues, y pudieran camuflarse en cualquier otro carnaval. El ministro, vivísimo, ya estaba pensando en los contratos ventajosísimos que firmaría para reemplazar 30 mil uniformes cada seis meses.
Finalmente, el General Melgarevo respaldó la orden de prohibir que se utilice el Facebook, no vaya a ser que los servicios de inteligencia sigan cometiendo errores como el de su ministro. “¿Le va a despedir?” preguntó un periodista curioso. No hubo respuesta, pero todos leyeron la respuesta en el brillo de sus ojos. “Le va a meter nomás”, comentaron al salir, imaginando los ojos entornados del ministro.
La masacre de los terroristas que lo iban a atentar permitió a Melgarevo quejarse por todo el mundo. Lo hizo ante Chávez, a quien llamaba su papá, y ante Raúl, el hermano de su abuelo Fidel. Lo hizo ante las braguetas abiertas de Ortega y de Lugo, y le pidió a Obama que se solidarice con él. Imploró, denunció y mostró el dedo de siempre. Al gordo Alan no le pidió nada esta vez. Todos lo miraron con pena.

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