jueves

LA NARIZ DE MELGAREVO

Melgarevo tenía nariz. No como la de cualquier mortal. No. Era una nariz peculiar, no tanto en la forma como en los usos. La nariz de Melgarevo era grande y tenía una protuberancia que la hacía aún más destacada, como una jorobita que se levantaba desafiante a la mitad del camino entre las cejas y la curva final, que era también pronunciada. Frente a esa nariz, los ojos del General parecían más pequeños y hundidos, apretándose para estar cerca de la nariz, acentuando la furia que con frecuencia salía por la mirada.
Un día la nariz de Melgarevo se aplastó contra el cemento de una cancha de basket donde jugaba fulbito, y derramó cinco gotas de su preciosa sangre. El imprudente defensor que puso la pierna para evitar el gol de Melgarevo se había olvidado con quién jugaba y casi muere de susto al ver a su General bufando en el suelo. Se abalanzó llorando para pedirle perdón pero lo sacaron a patadas: había el riesgo de que sus lágrimas limpiaran la sangre del piso, que el Alcalde ya había declarado reliquia nacional y pedía a su oficial mayor que redactara la ordenanza y a su jefe de obras públicas que planificara un monumento que sería levantado en ese mismo lugar, allá donde el jefazo había derramado su sangre! ¿Podía ser un obelisco en forma de nariz? Preguntó ingenuo el arquitecto, que fue inmediatamente despedido por insolente.
La noticia, por supuesto, llegó a la prensa pero con el ridículo moderado, en lo que podía moderarse el ridículo. Porque efectivamente se supo que la nariz de Melgarevo había aterrizado en el cemento y que el Alcalde había propuesto levantar el monumento. Incluso se publicó una foto de las cinco gotas de sangre de la nariz de Melgarevo, y no faltó quien la recortara y pegara detrás de una puerta porque encontró que las manchas formaban la cara del Che.
Los chicos del pueblo no pudieron utilizar la canchita por varias semanas por duelo mayor dispuesto para evitar que pisaran la sangre, hasta que vino una lluvia y listo. Los chicos volvieron a jugar en la canchita pero solamente en las mañanas, porque en las tardes volvió a servir para secar la hoja sagrada, no te olvides. Y la nariz quedó sin monumento aunque uno nunca sabe.
De todos modos, era la nariz de alguien con un olfato extraordinario. Porque eso sí tenía el General Melgarevo… olfato. Levantaba la nariz y sabía por el aire cuándo debía desaparecer y cuándo aparecer, a qué ONGs arrimarse y a cuáles atacar, en qué momento rezar un padrenuestro a voz en cuello, y en cuál mofarse de curas, monjas y monaguillos. Gran olfato el de Melgarevo.
Pero era también una nariz muy activa. Un viejo periodista, famoso por las informaciones confidenciales que manejaba, se atrevió un día a publicar las preferencias olfativas de Melgarevo, y dijo que tenía la nariz destrozada por las sales que inhalaba. Sales blancas de polvo alentador para un General temeroso y solitario. El periodista fue tenido mucho tiempo por agente doble, pues se creía que jugaba a ser de la CIA y de la KGB, ya que nunca explicaba de dónde salían los datos que publicaba en su revista. Llevaba más de treinta años en el afán y su revista era la huella persistente de su curiosidad profesional. Esta vez tampoco dijo de dónde obtuvo información tan profunda sobre la nariz de Melgarevo, limitándose a levantar las cejas con enigmático orgullo.
Tan notable como la nariz fue el silencio gubernamental. Nadie negó la información. Nadie instauró juicio al periodista. Nadie decomisó la revista. Nadie comentó, desmintió, rechazó ni defendió la nariz del General. Y decía que estaba destrozada por dentro, llagada y carcomida por el clorhidrato que ponía en turbo a Melgarevo, permitiéndole llamar a reuniones de gabinete a las 11 de la noche y levantarse a jugar fultbito a las 5 de la mañana, viajar en helicóptero comiendo conejo en el aire para inaugurar dos canchas deportivas en el Chapare, zapatear dos cuecas y volver a volar para reunirse en San Julián con quién sabe quién, y aterrizar de vuelta en La Paz a las 10 de la noche para escuchar el informe de los conflictos del día con que lo arrullaba su más fiel viceministro.
La nariz de Melgarevo se llegó a convertir en un asunto de Estado, tan importante era. Corrían rumores de tumores, estimulados por el conocimiento de un desmayo público del General, por la suspensión de dos importantísimos partidos de fulbito en Nueva York, por la falta de apetito un día, y el exceso de verborrea otro. En fin, lo que escribía el periodista en su persistente revista no era más que una síntesis de lo que se comentaba en los cafés, en las salas de redacción de los periódicos, en los baños de las radios, en las tribunas del futbol y en los bares de buena y de mala muerte.
Un día operaron de emergencia al Primado de la Iglesia. Tenía el corazón adolorido y tuvieron que abrirle el pecho. El país se paralizó y Melgarevo aprovechó para llevar a cabo su propia operación. Pero la de él fue de encubrimiento. La anunció el venezolano, claro, locuaz como siempre, y Melgarevo desapareció de la escena mientras sus ministros la llenaban de comunicados y declaraciones. “Estaban operando al General. Extirparían la dolencia que lo aquejaba. Era una cirugía delicada y estaba a cargo de los 3500 médicos cubanos enviados por el abuelo Fidel. La supervisaban los embajadores de Cuba y Venezuela. Melgarevo saldría bien”. Pero nadie les prestó atención, ocupados como estaban en rezar por la salud del Cardenal. Todos sabían dónde operaban al Cardenal, todos vieron a sus médicos, todos pudieron verlo convaleciente en la cama de hospital y, a los pocos días, todos lo vieron caminar, demacrado pero sonriente.
Melgarevo, por su parte, apareció al día siguiente. Eran tan buenos los 3500 médicos cubanos y tan eficaces los embajadores que lo cuidaron, que no tenía rastro alguno de la delicada cirugía. Ni señal de moretones alrededor de los ojos ni vestigio de inflamación. Y nunca se supo cuál fue la clínica, nadie habló con enfermeras o anestesistas que contaran la historia, y los que esperaban algodones con sangre para guardar como reliquias más competentes que las de aquella desafortunada cancha de basket, se quedaron con las ganas.
Melgarevo se burló de todos diciendo que se había operado, pero no cambiado la nariz, y la levantó de perfil para que la vieran en su monumental dimensión. Poco antes la había hundido en lo mas liviano de su identidad y estaba listo para otra jornada gloriosa de burlas y ataques a sus opositores, y de burlas y halagos a sus aliados.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esto es racismo puro. La nariz es esencial para la identidad etnica y mofarse de ella, como lo hace usted, es una muestra de intolerancia racista inaceptable.