miércoles

MELGAREVO Y LOS PERIODISTAS

El General Melgarevo era un hombre de un coraje extraordinario. ¡No tenía miedo ni siquiera de los periodistas! Lo demostró una noche en el Palacio Descolonial.
Normalmente no hablaba con los periodistas, solamente les otorgaba el privilegio de escucharlo. Llamaba Melgarevo a conferencia y ya sabían todos que no hacía falta ni pensar en las preguntas. Hablaba Melgarevo y listo, a escribir la noticia y todas las dudas a llenar el tintero. Los periodistas no existían para Melgarevo, salvo que fueran extranjeros y eso. Una vez dejó al periodista Jorge Ramos en medio de la entrevista porque sintió que le hacía una pregunta ofensiva. Otra vez acusó a Patricia Janiot de servir al Imperio por no escucharlo y chanceó con ella llamándola “señora con comportamiento de señorita”… ¡Mucho macho Melgarevo!
En esta ocasión el General daba una conferencia y lo rodeaban decenas de cámaras de televisión, micrófonos y grabadoras, situadas a la riesgosa distancia de cinco metros. El lugar estaba, además, lleno de los aduladores que aplaudían todas las ocurrencias de Melgarevo y que reían a carcajadas sus bromas bruscas e inesperadas.
El General vestía como siempre, con su sencillo saco neomilitar de tres mil dólares, diseño exclusivo, y las zapatillas deportivas que llevaban todavía las húmedas huellas del partido de fulbito contra los guardaespaldas, que esa tarde perdieron 7 a 2. ¡Qué golazos los de Melgarevo! El peinado era el de siempre… ya los peluqueros se habían rendido.
Estaba en esas el General cuando recordó la denuncia del día en La Prensa. Lo habían acusado nada menos que de negociar un contrabando millonario en el que su ministro Juan Camión estaba involucrado hasta lo más profundo de su celular. Melgarevo estaba furibundo. “¡Dónde está el periodista de La Prensa!” –bramó-, “si no viene es porque es culpable” –sentenció. Buscó el papelito que tenía en el bolsillo y leyó en voz alta el nombre del periodista… “Venga… venga… no tenga miedo!” –le dijo, mientras dos guardaespaldas, el arquero y un defensa, sostenían al periodista de los codos y le mostraban gentilmente el camino hacia la fama. Los de siempre aplaudían a rabiar y comentaban el coraje del Presidente.
Melgarevo lo puso a su lado y lo acusó de mentiroso, de frente y sin reparos. “Dicen que he negociado” –le dijo- “pero aquí tengo las cartas… y le voy a mostrar, porque todo tiene que ser con documentos, con pruebas”. Y se puso a rebuscar los papeles que tenía en el podio mientras el periodista soportaba el reproche de quinientas miradas. Hasta que Melgarevo encontró las cartas y trató de leerlas, empezando varias veces porque no encontraba el sonido de la hache.
“Aquí está” –dijo al fin, y todo el auditorio suspiró de alivio, especialmente el embajador cubano que sentía que su programa de alfabetización naufragaba en esa espera.
La carta era una prueba de que La Prensa mentía y de que Melgarevo nunca jamás había negociado nada con los contrabandistas. La carta era nada menos que del jefe de los contrabandistas.
Decía más o menos así (eludo el tedio de reproducir la lectura que hizo Su Excelencia):
“Distinguido Señor Presidente del Estado Multiuso, gran compañero y querido amigo, General Melgarevo:
Tal como acordamos en nuestra última conversación, durante su visita a nuestra población, nos hemos reunido con el Ministro Juan Camión para hablar del progreso de nuestra actividad…”
Y así seguía, pero el General interrumpió su lectura.
“El Presidente visita todas las poblaciones… aquí y allá, el General Melgarevo tiene que estar por todas partes… qué de malo hay pues en eso!”
Todos aplaudieron.
“Y dónde está que dice negociación, a ver señor periodista, dónde dice que he negociado…”
Todos aplaudieron al General Melgarevo y gritaron mueras a la prensa.
“Melgarevo ha conversado nomás… como conversa con todo el mundo… qué de malo hay pues en eso!”
Todos aplaudieron.
“Ustedes no le hacen daño al General Melgarevo con sus mentiras, señor periodista, le hacen daño a la Patria, al Pueblo, a los Movimientos Sociales” –le reprochó, mirándolo desde lo alto de su nariz- “Melgarevo aguanta, señor periodista, pero la Patria queda ofendida… cómo pues le van a hacer esto al proceso de cambio!”
Todos aplaudieron a rabiar. Qué macho que es el General, decían, cómo se enfrenta a los medios, tan poderosos y apoyados por la oligarquía y el Imperio.
Y el pobre “los medios”, tímido ante cámaras, micrófonos y grabadoras, sólo frente al General Melgarevo y sus treinta guardaespaldas (incluido su apreciado arquero, el manco Zapata), sólo frente a los ministros, viceministros, el alto mando y la guardia social, recogió las dos cartas que le entregaba el General como prueba de descargo, con sello de recepción del Viceministerio de Coordinación con los Camiones Sociales. No dijo nada y se fue. Le parecieron eternos los ocho pasos que lo separaban de sus colegas porque escuchaba los abucheos del generoso público, que se transformaron en vítores al General Melgarevo, que levantaba las manos para celebrar un nuevo triunfo de coraje frente a “los medios”.
El periodista no encontró refugio en sus colegas, que le abrieron paso como a un apestoso para que se fuera a la plaza. Mañana protestarían. De lejos protestarían.
Melgarevo llevó su coraje más allá, pues decidió instaurar juicio a “Los Medios”.
Estaba envalentonado cuando lo hizo, porque sus diputados lograron transformar la acusación de contrabando contra su Ministro, en una acusación por incumplimiento de deberes en contra del aduanero que los descubrió… y que en ese momento no pudo hacer nada para evitar el contrabando, porque no se le ocurrió nada menos que llamar a Palacio.
Al General Melgarevo le encantaban los juicios. Ordenaba juicios contra todos los que se le oponían, porque sus aliados salían a las calles y presionaban por igual a jueces y abogados. A los fiscales no, a ellos los respetaba, por lo menos mientras le hicieran caso. Así que por ahí se fue el General, a meterle juicio a Los Medios con toda la valentía de la que era capaz…
Incluso en su momento, con toda valentía, se quejó amargamente por los ataques que recibía ante una alta comisión enviada por la Sociedad Interamericana de Prensa. Era conmovedor ver al General mientras sus fieles servidores mostraban imágenes de portadas con críticas a su política, con frases hirientes a su alta investidura. “No ve? No ve?” gesticulaba el General casi entre sollozos, víctima de la crueldad de los empresarios que, insistía, no le perdonaban su origen humilde.
De pronto se iluminó el rostro de Melgarevo… había encontrado la frase perfecta, la metáfora precisa para explicar por qué desde hace 9 años que no da conferencias de prensa en serio, de esas en las que los periodistas pueden preguntar sobre cualquier tema y hacer repreguntas si es necesario, y por qué, cuando se reúne con los periodistas, lo hace siempre en un corredor, en las gradas, en la puerta de Palacio, obligándolos a treparse unos sobre otros para registrar sus bromas e ironías… Había encontrado la justificación clara y se la dijo a los capos de la SIP, reiterando su acusación a los empresarios y su respeto indoblegable por los compañeros periodistas:
- “Es que cuando ellos aparecen… granja de pollos parecen… todos piando al mismo tiempo. Y así no se puede pues” –dijo, sonriendo la sorna en sus ojitos hundidos bajo el peso del cerquillo.

jueves

LA NARIZ DE MELGAREVO

Melgarevo tenía nariz. No como la de cualquier mortal. No. Era una nariz peculiar, no tanto en la forma como en los usos. La nariz de Melgarevo era grande y tenía una protuberancia que la hacía aún más destacada, como una jorobita que se levantaba desafiante a la mitad del camino entre las cejas y la curva final, que era también pronunciada. Frente a esa nariz, los ojos del General parecían más pequeños y hundidos, apretándose para estar cerca de la nariz, acentuando la furia que con frecuencia salía por la mirada.
Un día la nariz de Melgarevo se aplastó contra el cemento de una cancha de basket donde jugaba fulbito, y derramó cinco gotas de su preciosa sangre. El imprudente defensor que puso la pierna para evitar el gol de Melgarevo se había olvidado con quién jugaba y casi muere de susto al ver a su General bufando en el suelo. Se abalanzó llorando para pedirle perdón pero lo sacaron a patadas: había el riesgo de que sus lágrimas limpiaran la sangre del piso, que el Alcalde ya había declarado reliquia nacional y pedía a su oficial mayor que redactara la ordenanza y a su jefe de obras públicas que planificara un monumento que sería levantado en ese mismo lugar, allá donde el jefazo había derramado su sangre! ¿Podía ser un obelisco en forma de nariz? Preguntó ingenuo el arquitecto, que fue inmediatamente despedido por insolente.
La noticia, por supuesto, llegó a la prensa pero con el ridículo moderado, en lo que podía moderarse el ridículo. Porque efectivamente se supo que la nariz de Melgarevo había aterrizado en el cemento y que el Alcalde había propuesto levantar el monumento. Incluso se publicó una foto de las cinco gotas de sangre de la nariz de Melgarevo, y no faltó quien la recortara y pegara detrás de una puerta porque encontró que las manchas formaban la cara del Che.
Los chicos del pueblo no pudieron utilizar la canchita por varias semanas por duelo mayor dispuesto para evitar que pisaran la sangre, hasta que vino una lluvia y listo. Los chicos volvieron a jugar en la canchita pero solamente en las mañanas, porque en las tardes volvió a servir para secar la hoja sagrada, no te olvides. Y la nariz quedó sin monumento aunque uno nunca sabe.
De todos modos, era la nariz de alguien con un olfato extraordinario. Porque eso sí tenía el General Melgarevo… olfato. Levantaba la nariz y sabía por el aire cuándo debía desaparecer y cuándo aparecer, a qué ONGs arrimarse y a cuáles atacar, en qué momento rezar un padrenuestro a voz en cuello, y en cuál mofarse de curas, monjas y monaguillos. Gran olfato el de Melgarevo.
Pero era también una nariz muy activa. Un viejo periodista, famoso por las informaciones confidenciales que manejaba, se atrevió un día a publicar las preferencias olfativas de Melgarevo, y dijo que tenía la nariz destrozada por las sales que inhalaba. Sales blancas de polvo alentador para un General temeroso y solitario. El periodista fue tenido mucho tiempo por agente doble, pues se creía que jugaba a ser de la CIA y de la KGB, ya que nunca explicaba de dónde salían los datos que publicaba en su revista. Llevaba más de treinta años en el afán y su revista era la huella persistente de su curiosidad profesional. Esta vez tampoco dijo de dónde obtuvo información tan profunda sobre la nariz de Melgarevo, limitándose a levantar las cejas con enigmático orgullo.
Tan notable como la nariz fue el silencio gubernamental. Nadie negó la información. Nadie instauró juicio al periodista. Nadie decomisó la revista. Nadie comentó, desmintió, rechazó ni defendió la nariz del General. Y decía que estaba destrozada por dentro, llagada y carcomida por el clorhidrato que ponía en turbo a Melgarevo, permitiéndole llamar a reuniones de gabinete a las 11 de la noche y levantarse a jugar fultbito a las 5 de la mañana, viajar en helicóptero comiendo conejo en el aire para inaugurar dos canchas deportivas en el Chapare, zapatear dos cuecas y volver a volar para reunirse en San Julián con quién sabe quién, y aterrizar de vuelta en La Paz a las 10 de la noche para escuchar el informe de los conflictos del día con que lo arrullaba su más fiel viceministro.
La nariz de Melgarevo se llegó a convertir en un asunto de Estado, tan importante era. Corrían rumores de tumores, estimulados por el conocimiento de un desmayo público del General, por la suspensión de dos importantísimos partidos de fulbito en Nueva York, por la falta de apetito un día, y el exceso de verborrea otro. En fin, lo que escribía el periodista en su persistente revista no era más que una síntesis de lo que se comentaba en los cafés, en las salas de redacción de los periódicos, en los baños de las radios, en las tribunas del futbol y en los bares de buena y de mala muerte.
Un día operaron de emergencia al Primado de la Iglesia. Tenía el corazón adolorido y tuvieron que abrirle el pecho. El país se paralizó y Melgarevo aprovechó para llevar a cabo su propia operación. Pero la de él fue de encubrimiento. La anunció el venezolano, claro, locuaz como siempre, y Melgarevo desapareció de la escena mientras sus ministros la llenaban de comunicados y declaraciones. “Estaban operando al General. Extirparían la dolencia que lo aquejaba. Era una cirugía delicada y estaba a cargo de los 3500 médicos cubanos enviados por el abuelo Fidel. La supervisaban los embajadores de Cuba y Venezuela. Melgarevo saldría bien”. Pero nadie les prestó atención, ocupados como estaban en rezar por la salud del Cardenal. Todos sabían dónde operaban al Cardenal, todos vieron a sus médicos, todos pudieron verlo convaleciente en la cama de hospital y, a los pocos días, todos lo vieron caminar, demacrado pero sonriente.
Melgarevo, por su parte, apareció al día siguiente. Eran tan buenos los 3500 médicos cubanos y tan eficaces los embajadores que lo cuidaron, que no tenía rastro alguno de la delicada cirugía. Ni señal de moretones alrededor de los ojos ni vestigio de inflamación. Y nunca se supo cuál fue la clínica, nadie habló con enfermeras o anestesistas que contaran la historia, y los que esperaban algodones con sangre para guardar como reliquias más competentes que las de aquella desafortunada cancha de basket, se quedaron con las ganas.
Melgarevo se burló de todos diciendo que se había operado, pero no cambiado la nariz, y la levantó de perfil para que la vieran en su monumental dimensión. Poco antes la había hundido en lo mas liviano de su identidad y estaba listo para otra jornada gloriosa de burlas y ataques a sus opositores, y de burlas y halagos a sus aliados.

lunes

MAS DICHOS Y HECHOS DE MELGAREVO... 6

No sólo le gustaban las fiestas, también la popularidad mundial. ¡Qué no hacía Melgarevo para lograrla! Se declaró candidato al Nobel de la Paz, que naturalmente no obtuvo, pese a que contrató a un escritor de cierta fama para que promoviera su caso y pagó a dos grupos de internautas para que promovieran su candidatura, y en otra ocasión puso a toda su gente en la internet para que lo votaran como el más influyente en la revista Time, que no lo ignoró pero lo dejó pataleando en el montón de pequeños caudillos latinoamericanos. Y nunca dejó de añorar el impacto seductor de su chompita Made in Taiwan cuando se paseó con ella por Europa, azorando a princesas y modistos con su estudiada provocación. Se habló incluso de la moda Melgarevo cuando llegó a impactar a los productores de ropa para barbies, que tejieron apuradas “chompitas Melgarevo” para las Alasitas del 2006. Luego vino la chaqueta cuasi militar y la chompita taiwanesa quedó para la nostalgia de algunos albañiles y del alcalde de Cochabamba, que se la ponía en los desfiles para que lo viera Melgarevo y no volviera a jalarle las orejas en público.
Porque Melgarevo era así, impulsivo y con frecuencia burdo en sus gestos, con un sentido del humor que era casi siempre vulgar y agresivo. Más de una vez el pobre Donato García Muñera tuvo que tragarse los chistes sobre sus preferencias sexuales y en una ocasión las mujeres periodistas quedaron estupefactas con un chiste de bananas de pésimo gusto. A un Obispo que no le rendía pleitesías lo saludaba siempre preguntándole por el color de sus calzoncillos, dejándolo sin saber qué responder ante la chanza del General, que se repetía con insolente frecuencia.
Al General Melgarevo la gente lo amaba, especialmente la enorme cantidad de iletrados y resentidos que lo sentían tan cercano como el amigo ocurrente y entusiasta de las farras de fin de semana. Aún así, su gobierno estuvo continuamente sacudido por conflictos, manifestaciones, huelgas… y violencia. “Si hay un muerto, yo me voy” juró solemnemente al posesionarse, y en cada uno de los 60 casos se lo recordaron sin que a él se le moviera el cerquillo. Machote era el General Melgarevo, no tenía sangre ni en la cara.
Tan machote que se negó a reconocer los hijos que tuvo, hasta que un juez se lo ordenó, decomisándole el sueldo, y un consejero lo convenció de que le haría bien a su imagen viajar a veces con sus hijos. Por supuesto, éstos le temían porque no lo habían visto nunca ni jugaron con él a nada.
Por la imagen lo hacía todo. Rezaba a gritos un Padre Nuestro en Potosí para decir en Buenos Aires que no creía en rezar ni en esas cosas. Compraba palmas benditas un día para negar a Dios al siguiente. Corría a esconderse bajo las sotanas de curas y obispos en sus tiempos de Melgarevo, y ya de General los insultaba y amenazaba. Así era el General Melgarevo, más sincero con sus sentimientos que son sus razones. De hecho, nunca opinaba, pensaba o razonaba… sólo sentía. “Siento que lo hago bien” se decía frente al espejo quebrado en el que acusó a la CIA, “siento que me discriminan los oligarcas” se lamentaba en los foros internacionales, “siento que el capitalismo ha fracasado” decía en las cumbres internacionales, provocando la compasión de todos los que lo escuchaban. Compasión hacia Boludia, claro está…
Pobre Boludia. Votó por Melgarevo no una sino varias veces a pesar de que muchos advirtieron que la pobreza aumentaría, que caería el crecimiento, que había menos empleo, que el país quedaría aislado, retrasado y peor que antes. Y así fue, como correspondía a las habilidades del General Melgarevo, cuyos dichos y hechos no terminan aquí.

OTROS DICHOS Y HECHOS... 5

Lo que pocos sabían es que papá Chávez tampoco estaba ganando lo que pensaba. Sus proyectos de reemplazar a Boludia como abastecedor de gas no habían prosperado. Por mucho que Melgarevo insistiera “dale jefe, dale jefe” diciendo, nada. Chavez no había podido aprovechar ninguna de las concesiones que se le hicieron.
Ni siquiera las 40 mil hectáreas que se le otorgaron para que explorara hidrocarburos en el altiplano, sin licitaciones ni compromisos… tremendo territorio a cambio de un caballo, es decir, de un helicóptero. Nada. Melgarevo feliz en el helicóptero, y papá Chavez nada, ni un metro de pozo perforado. Ni modo.
Tampoco era la única concesión. Más al sur, el General Melgarevo entregó a una empresa de la india, también por excepción estratégica, el yacimiento de hierro más grande del mundo, con 5 mil hectáreas de tierra adicionales y el derecho de explotar también hidrocarburos. Y no pasaba nada. Les ofreció gas a mitad de precio y se comprometió a construir carreteras, ferrovías y un puerto para que se llevaran el hierro. Y no pasaba nada. Les permitió a ellos hacer esas construcciones y que se descontaran de los impuestos que tendrían que pagar, y nada. Melgarevo inauguró tres veces las obras, firmó cuatro veces el contrato, bailó con sombrero de sao cada una de esas veces, y nada. Junto al hierro había manganeso así que se comprometió a comprarles lo que sacaran, cubriendo todos sus costos, hubiera o no mercado… y nada. Melgarevo celebraba en el vacío de una montaña de hierro una entrega que no podía entregar. Menos mal, dirían los sensatos.
Eso no le importaba al general Melgarevo, igual celebraba la inauguración de una fábrica de papel en el Chapare, de una de vidrio por otro lado, de una envasadora de bolsitas de coca más allá. No importaba si funcionaran o no. Nadie le quitaría lo bailado.
Lo que no podía era inaugurar las verdaderas plantas de industrialización de coca. No porque no quisiera inaugurarlas sino porque eran tantas, que no tendría el tiempo ni de echarse una cuequita si las tuviera que inaugurar. Además... la mayoría eran portátiles y funcionaban por 24 horas o menos, así que la policía siempre podía sumar todos los restos que encontraba y quemaba como si fueran logros en la lucha contra el narcotráfico. Había días en que así se destruían más de 100 plantas industrializadoras de coca por día, “imagínense” decía Melgarevo, y no se sabía si era orgullo o satisfacción lo que se veía en su mirada.
Lo que más le gustaba al general era inaugurar las obras de “Boludia calla, Melgarevo cumple”. Un programa por el que regalaba dinero ajeno a alcaldes y dirigentes sindicales a cambio de que le aseguraran los aplausos y la fidelidad de los pobres. Gracias a ese programa se inauguraron muchísimas canchitas múltiples y mercados campesinos, aulas escolares y postas sanitarias. Algunas de ellas se empezaron a desmoronar el día mismo en que el cántaro de chicha de la inauguración fue estrellado contra la pared, descascarada por tan tremendo golpe, y otras alcanzaron a llegar a las primeras lluvias de temporada. No había contabilidad ni rendición de cuentas. Melgarevo daba los cheques, que provenían del embajador de Chavez, y marcaba en su agenda la fecha de inauguración. Nada más importaba, ni cómo se hicieran las obras, ni lo que pasara después con ellas. Era una fiesta para todos, alcaldes y constructores, que celebraban felices al General Melgarevo. Que por supuesto cumplía, sobre todo con Chávez.

DICHOS Y HECHOS ... 4

Pero lo más útil para el General Melgarevo fue que el incidente tapó las denuncias contra su compinche más cercano, apresado cuando sus aliados volteaban una coima de 450 mil dólares en la casa de su cuñado. El compinche, para despistar, se llamaba Santos, pero nada tenía de eso. Había sido presidente del Senado y Melgarevo se lo quiso meter nomás a la casa presidencial en los primeros días de su gobierno, tanto lo quería. Y tanto tanto, que le dio las llaves del tesoro, poniéndolo de Presidente de la Empresa Fiscal del Petróleo. Vivísimos los dos.
Para apoyar a su compinche, Melgarevo suspendió todas las normas y reglas de contratación de obras, rendición de cuentas y administración pública, permitiendo que la empresa petrolera, estratégica como todas las otras empresas públicas que fue creando en su gobierno, funcionara como si fuera patrimonio personal. Contratos sin licitación, obras sin estudios previos, decisiones sin aval del directorio, cuentas bancarias abultadas por generosas transferencias desde el Ministerio de Finanzas, terminaron obviamente como tenían que terminar, con el dinero disponible para que Santos demostrara que su nombre era exactamente opuesto a sus virtudes.
Cuando el General Melgarevo supo lo que había sucedido le dio un tremendo ataque de furia. Se vio en el espejo y no pudo aceptar que desde ahí lo miraba el culpable de todo, así que lo rompió y acusó a la CIA por haber corrompido a su hermano. Sus asesores se precipitaron sobre los currículos y antecedentes de quienes rodearon a Santos los últimos meses y encontraron un ex policía con muchas becas y viajes de estudios. El candidato perfecto. Por supuesto, lo presentaron como agente de la CIA y desarrollaron una intensa campaña para convencer a la gente de que, efectivamente, Santos había caído en la tentación pero el culpable era el de siempre, el demonio imperialista. Como la gente de Boludia ya no le creía mucho, decidió expulsar a un diplomático que viajaba todavía más que el ex policía y que tenía, además, un nombre sospechosamente mexicano.
Total, ya antes había expulsado al embajador del Imperio por conspirar contra el proceso de cambio y lo único que logró fue que expulsaran al suyo de la capital imperial, que de todos modos era un inútil.
El asesinato de los terroristas tapaba la corrupción de Santos, pero ésta tapaba el fracaso de la nacionalización del gas. Melgarevo la había decretado para cumplir con su programa político, pero a los dos años ya se veía llegar el colapso de la industria. Se habían evaporado las fabulosas perspectivas de un país que abastecía de energía al continente, con gasoductos y terminales de licuefacción, y había que pensar en importar gasolina como ya se importaba diesel. ¿Cómo explicar fracaso tan grande en tan poco tiempo? La CIA pues, ¿quién más?

SIGUEN LOS DICHOS Y HECHOS.. 3

El General Melgarevo no estaba solo. Nunca. A su lado tenía asesores que aplaudían sus ocurrencias y ayudantes que se desvivían por llevarlas a cabo.
Uno de ellos, vivísimo, le hizo notar que Orinoyo quedaba lejos de las rutas del turismo y que, por tanto, se necesitaba construir una supercarretera que llevara turistas sin riesgos ni incomodidades. De inmediato salió el decreto de excepción que, declarando de necesidad estratégica la supercarretera, adjudicó algo así como sesenta millones de dólares para construirla en seis meses. La comenzaron de inmediato gracias a unos contratos ventajosísimos que Melgarevo firmó feliz. Vivísimo el asesor.
Uno de sus ministros lo convenció de que todos los abogados eran como él y que ninguna ley carecía de trampas. Así que Melgarevo se animó a pronunciar una de sus más célebres frases: “le meto nomás, y que los abogados arreglen, que para eso han estudiado”.
Nadie notó el discreto sonrojo de Donato García Muñera, su gran compañero y consejero, con la primera parte de la famosa frase, salvo Juan Camión, otro ministro, que moría de celos.
Al margen de esas intimidades, apenas percibidas por los opositores, Melgarevo le metió nomás, sin que sus abogados arreglaran nada, porque ni para eso habían estudiado.
Al General todo eso lo tenía sin cuidado. Cada vez que sus ministros cometían tropelías o eran descubiertos transgrediendo normas y recibían la censura del Congreso, Melgarevo los ratificaba de inmediato con la lógica implacable que lo guiaba: “si la oposición los censura, es que lo están haciendo bien”, dijo. Por supuesto, los ministros se esmeraron cada vez más en hacerlo peor. Algunos ni siquiera en eso tuvieron éxito, pasando desapercibidos hasta que los reemplazaba sin que nadie lo note.
Otro día le dijeron que estaban haciendo seguimiento a un grupo que quería desarrollar una aventura guerrillera. Se emocionó muchísimo hasta que le hicieron notar que no era el Che de vuelta, pues ya estaba muerto y enterrado en millones de camisetas frívolas, sino un boliviano aventurero, despistado y bocón, que andaba comprando armas chutas en el Mercado Mutualista de Santa Cruz.
Melgarevo se rió dos horas con los relatos de sus agentes, porque los nuevos guerrilleros hacían su campamento en hoteles de varias estrellas y se entrenaban en el bowling y las discotecas de Santa Cruz. Hasta que a alguien se le ocurrió decirle: “General, no es para reír, lo van a atentar”. “Atentarme”, dijo el de Orinoyo, y lo hizo. “¿A mí? Imagínense a ver, como pues van a atentarme, será al pueblo que van a atentar… no es a Melgarevo”, y ordenó que los acribillaran antes de que se les ocurriera acribillarlo.
La policía dijo que los muertos murieron en combate, luego de una balacera de media hora. Nadie pudo confirmar la media hora y los testimonios que recogió la prensa desmintieron esa versión. Los diplomáticos de Irlanda, Hungría y Croacia pidieron explicaciones y Melgarevo montó en cólera. “Yo más bien los voy a procesar a esos países –dijo blandiendo el dedo que tanto admiraban sus asesores y consejeros- cómo pues van a defender a terroristas que querían atentarme”.
A los pocos días uno de sus ministros, solemne y serio, mostró la prueba clave de la conspiración: una fotografía en la que varios oligarcas vestidos con uniforme camuflado posaban con sus armas y bajo una bandera del Oriente (Petrolero).
El General Melgarevo tembló, de rabia y miedo, viendo la fotografía. Se acordó de Orinoyo, y lo hizo.
La prueba se desmoronó cuando los fotografiados visitaron los canales de televisión para aclararlo todo. Eran jóvenes que jugaban a las guerritas con armas de plástico que disparaban tinta. La foto la habían obtenido los servicios de inteligencia en el Facebook y hasta entonces no se habían dado cuenta de que los caños de las armas tenían un círculo naranja ni de que los uniformes se compraban en cualquier tiendita.
El país entero se reía de Melgarevo y sus asesores.
Pero el General Melgarevo decidió resolver los problemas de acuerdo a las sugerencias de sus consejeros, vivísimos ellos.
Primero ordenó que se investigara nomás a esos oligarcas que jugaban guerritas. “Cómo pues a esa edad van a estar jugando” dijo uno de los ministros. “Aprender a matar no es un juego” dijo otro. “Les meteremos nomás” dijo Melgarevo, con un entusiasmo que puso celosos a Donato y Juan Camión.
Después, aceptó que se cambiaran los uniformes de todo el ejército. Vivísimo el ministro, dijo que no podía ser que la gente jugara con esos uniformes, que además eran iguales a los del Imperio. Y ya que el país estaba cambiando, había que cambiar también los uniformes, para que sean pluriculturales y multilingues, y pudieran camuflarse en cualquier otro carnaval. El ministro, vivísimo, ya estaba pensando en los contratos ventajosísimos que firmaría para reemplazar 30 mil uniformes cada seis meses.
Finalmente, el General Melgarevo respaldó la orden de prohibir que se utilice el Facebook, no vaya a ser que los servicios de inteligencia sigan cometiendo errores como el de su ministro. “¿Le va a despedir?” preguntó un periodista curioso. No hubo respuesta, pero todos leyeron la respuesta en el brillo de sus ojos. “Le va a meter nomás”, comentaron al salir, imaginando los ojos entornados del ministro.
La masacre de los terroristas que lo iban a atentar permitió a Melgarevo quejarse por todo el mundo. Lo hizo ante Chávez, a quien llamaba su papá, y ante Raúl, el hermano de su abuelo Fidel. Lo hizo ante las braguetas abiertas de Ortega y de Lugo, y le pidió a Obama que se solidarice con él. Imploró, denunció y mostró el dedo de siempre. Al gordo Alan no le pidió nada esta vez. Todos lo miraron con pena.

DICHOS Y HECHOS... 2

Un ejemplo de las ocurrencias de Melgarevo. Cuando se desató la pandemia de la gripe porcina, le explicaron que la llamaban así porque creían que se originó en los porcinos (los chanchos pues Jefazo, le explicaron). Y su orden fue terminante e inmediata: prohibió la importación de chanchos y productos de chancho de México, Estados Unidos y Canadá. Sagaz Melgarevo.
Había nacido en un la parte baja de un ayllu pequeño llamado de los Uqas, Hurinuqa, castellanizado luego a Orinoca y que gracias a las habilidades de Melgarevo terminó llamándose Orinoyo. Aquí Orinoyo, decía el Melgarevo de chiquito, y lo hacía, no importaba dónde. Esa fue siempre su virtud, no la de hacerlo en cualquier parte, como expresión del grado de respeto que sentía por los demás, sino la de decir lo que iba a hacer, y hacerlo. Sincero Melgarevo, ni duda cabe.
Cuando llegó a la Presidencia de Boludia, el General Melgarevo declaró a Orinoyo el ombligo del mundo, convirtió la casa de su madre en museo y exhibió en ella hojas de coca pisoteada, actas con el 100% de votación a su nombre que le regalaron las cinco federaciones que eran seis, y el traje de emperador incaico que le hicieron vestir el día de su posesión. Nunca se dio cuenta de que los callawayas se vengaron de él, que era aymara, vistiéndolo con las ropas quechuas de quienes sometieron a su pueblo de la manera más violenta y sangrienta. Ni modo. Los europeos y las cadenas mundiales de televisión estuvieron tan fascinadas como Melgarevo que, sin tocar ni pito ni quena, tuvo ese día tanta audiencia como los K´arkas en Quito. Y ahí está el famoso traje, declarado patrimonio cultural de la humanidad, colgado de una percha en el Museo Nacional de Orinoyo.